Los respetos morales

La práctica del bien, objeto de la moral, supone el acatamiento a una serie de respetos. Estos respetos son inapelables; no se los puede desoír sin que nos lo reproche la voz de la conciencia, instinto moral que llevamos en nuestro ser mismo. Tampoco se les cumple para obtener ésta o la otra ventaja práctica, o para ganar éste o el otro premio. Su cumplimiento trae consigo una satisfacción moral, que es la verdadera compensación en el caso.

Ahora bien, la humanidad no podría subsistir sin obediencia a los respetos morales. En la inmensa mayoría de los casos, el sólo hecho de obrar bien nos permite ser más felices dentro de la sociedad en que vivimos.

Esto bien puede considerarse como una ventaja práctica, comparable a esos premios que las asociaciones benéficas o los periódicos conceden a quienes han hecho algún acto eminente de virtud: el que devuelve la cartera perdida, llena de billetes; el que salva a un náufrago, el que auxilia a un herido o enfermo, el que ayuda a las víctimas de una desgracia.

Sin embargo, la moral está por encima de éstas satisfacciones exteriores. A veces, su acción va directamente en contra de nuestra conveniencia. Si un conductor de automóvil atropella a un peatón en un camino desierto, y lo deja privado de conocimiento, lo más conveniente y ventajoso para él, desde un punto de vista inmediato, es escapar cuanto antes y no contar a nadie lo sucedido. Pero el instinto moral o la educación moral le ordenan asistir a su víctima, dar cuenta a la policía y someterse a las sanciones de la ley, aunque esto sea para él lo menos cómodo. Esta vigilancia interior de la conciencia aún nos obliga, estando a solas y sin testigos, a someternos a esa Constitución no escrita y de valor universal que llamamos la moral.

Reconocemos así un bien superior a nuestro bien particular e inmediato. En este reconocimiento se fundan la subsistencia de la especie, la armonía de la sociedad, la existencia de los pueblos y de los hombres. Sin este sentimiento de nuestros deberes, nos destruiríamos unos a otros, o sólo viviríamos como los animales gregarios. Estos, aunque sin conciencia humana, se ven protegidos en su asociación por ciertos impulsos naturales de simpatía, por lo que se llama «conciencia de la especie«. Pero siempre siguen siendo animales, porque, a diferencia del hombre, carece de la voluntad moral de superación.