El absolutismo europeo

A principios del siglo XVIII, la mayor parte de las sociedades del mundo estaban regidas por monarcas que reivindicaron su derecho de gobernar basados en el principio hereditario y la aprobación divina. Algunas dinastías o casas reales dominaban extensos territorios como la Manchú en China o la Romanov en Roma.

Las monarquías europeas, con excepción de la inglesa, estaban representadas por reyes absolutos cuyo poder era incuestionable. Las monarquías europeas del siglo XVII crearon sus propios monopolios que controlaban el comercio y la fabricación de mercancías. También establecieron sistemas para el cobro de impuestos e impartición de justicia, con lo que estuvieron presentes en todos sus dominios a costa de reducir privilegios a la baja nobleza.

Para controlar sus territorios los reyes absolutos contaba con un numeroso ejército de hasta cien mil hombres. Estas milicias, a diferencia de las medievales, estaban formadas por soldados pagados por el rey, a quien debían lealtad. También contaban con las estrategias de guerra y el armamento más avanzado del momento, como bayonetas y rifles que disparaban tres veces por minuto. Para sostener a sus ejércitos, los reyes desembolsaban elevadas sumas de dinero entre 70 y 90 por ciento de sus ingresos. Si el soberano carecía de dinero pedía prestado a los banqueros, personas destacadas que formaban parte de la clase social denominada burguesía, y que controlaban la banca.

Hacia el siglo XVIII, las monarquías europeas se habían consolidado en España, Francia, Rusia y Prusia. Sin embargo comenzaron a sufrir grandes dificultades económicas a causa de las malas cosechas, las elevadas deudas contraídas con los banqueros y la presión de comerciantes y terratenientes que, a diferencia de la nobleza y la Iglesia, debían pagar altos impuestos.