El concierto clásico
A mediados del siglo XVIII, el cambio musical decisivo que significó el paso desde el barroco al clasicismo no podía dejar de afectar al concierto.
Aparte del breve florecimiento de un derivado francés llamado sinfonía concertante, el concierto murió y dio paso a la sinfonía, que mantuvo gran parte de sus rasgos. Sin embargo, el concierto para solista persistió como una manera de demostrar el virtuosismo de los compositores, quienes, a través de él, podían interpretar su propia obra.
El piano suplantó gradualmente al violín como instrumento solista preferido. Fue el instrumento favorito tanto de Wolfgang Amadeus Mozart, quien escribió los conciertos más importantes a finales del siglo XVIII, como de Ludwig van Beethoven, cuyos cinco conciertos para piano y su único concierto para violín (1801-1811) dieron la consagración definitiva a su desarrollo.
Durante el clasicismo, el concierto creció aún más. Su estructura era el reflejo de un compromiso con la forma tradicional del ritornello, en un alarde de virtuosismo, así como de las nuevas formas y estilos desarrollados con la sinfonía. Los primeros movimientos se construían como una variante del ritornello. Tanto éste como la primera sección solista se parecían a la sección de la exposición del primer movimiento de una sinfonía.
El resto del movimiento también seguía un desarrollo similar al primer movimiento de una sinfonía, pero con el solista y la orquesta tocando juntos o de forma alternada. El movimiento final era generalmente un rondó con una especie de estribillo recurrente. Los movimientos lentos quedaban menos determinados en su forma. Al igual que las sinfonías, los conciertos se convirtieron en obras grandes, con una personalidad propia y distintiva, que se interpretaban en salas de concierto públicas, delante de una gran audiencia.