La voz de americana
En América Latina el naturalismo tomó el mismo sesgo social que en España. Puesto que, a fines del siglo pasado, en nuestro continente se vivían las primeras crisis económicas de las nacientes repúblicas y los primeros enfrentamientos de importancia entre las clases sociales, esta fue la realidad que recogieron los escritores.
El naturalismo en España, más que una corriente literaria, se plasmó en obras y periodos concretos de escritores como Benito Pérez Galdós, con La desheredada (1881); Leopoldo Alas Clarín en La regenta (1884); Armando Palacio Valdés, El señorito Octavio (1881) y Vicente Blasco Ibáñez en su llamado ‘ciclo valenciano’. Emilia Pardo Bazán fue probablemente la única escritora que defendió abiertamente el naturalismo en su ensayo La cuestión palpitante(1883). Sus novelas Los pazos de Ulloa (1886) y El cisne de Vilamorta (1885), entre otras, se consideran naturalistas.
Es importante señalar que los movimientos literarios no son exportados o importados de manera automática y, por lo tanto, en cada lugar toman matices distintos. El naturalismo americano resulta así una mezcla de realismo, romanticismo agonizante y literatura de denuncia y adquiere rasgos conocidos con el nombre de «mundonovismo» por el enfásis puesto en la realidad propia de América, el Nuevo Mundo.
En Sudamérica, el naturalismo aparece en la novela hacia 1880 en una corriente que busca sobre todo analizar los problemas étnicos y sociales a través de la conducta de los personajes. En Argentina fue el escritor Eugenio Cambaceres el máximo representante de esta escuela, con obras como Sin rumbo (1885) o En la sangre (1887), a la que se adscribieron también Juan Antonio Argerich, Manuel T. Podestá y Francisco Sicardi. El mexicano Federico Gamboa publicó en 1903 Santa, que le dio renombre y le hizo conocido del gran público. El uruguayo Eduardo Acevedo Díaz escribió una trilogía sobre la independencia titulada Ismael (1888) y la peruana Clorinda Matto de Turner inició el naturalismo peruano con Aves sin nido (1889). En Chile, Baldomero Lillo publicó Sub-Terra (1904) y Sub-Sole (1907), y Augusto D’Halmar Juana Lucero(1902), ambos muy influidos por el naturalismo ruso y francés.
Principales exponentes
En Argentina, por ejemplo, Ricardo Güiraldes escribe Don Segundo Sombra, describiendo la vida del gaucho. Y en Uruguay, Horacio Quiroga hace su aporte al naturalismo con Cuentos de la Selva y Anaconda. Toda América Latina describe su naturaleza en la literatura de esta época. En Venezuela, Rómulo Gallegos (1884-1969) habla de los llanos de su país en las novelas Canaima y Doña Bárbara , y el colombiano José Eustasio Rivera (1888-1928) se refiere a las plantaciones de caucho en la selva tropical, a través de su obra La vorágine.
Más al sur, el boliviano Alcides Argueda (1878-1946) asumió la defensa de la comunidad indígena en su libro Raza de Bronce; y su colega ecuatoriano, Jorge Icaza (1906-1978) habla de la miseria del indio andino en sus obras Huasipungo y El chulla Romero.
También recogieron la problemática indígena en medio de una naturaleza indómita, los peruanos José María Arguedas (1911-1969) y Ciro Alegría (1909-1961); sin embargo, ambos ampliaron su visión a la sociedad toda y no sólo al mundo nativo. Argueda es conocido por sus obras Los ríos profundos y El sexto; en tanto que de Alegría es mundialmente conocido El mundo es ancho y ajeno.