Miguel de la Madrid

(1934-2012) Nació en el seno de una familia media tradicional, varios de cuyos miembros desempeñaron profesiones liberales o cargos en la función pública. El padre, Miguel de la Madrid Castro, un abogado de provincias que defendía a los pequeños propietarios rurales en sus pleitos con los terratenientes, falleció a los dos años de nacer su hijo, y a raíz de esta pérdida, la madre, Alicia Hurtado, se trasladó con el niño y su hermana menor a Ciudad de México.

El muchacho recibió las educaciones primaria y secundaria en escuelas de la capital y en 1952 se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Al año siguiente, simultaneándolo con sus estudios, se puso a trabajar de pasante en el departamento legal del Banco Nacional de Comercio Exterior (Bancomext), para ir adquiriendo experiencia profesional y de paso para contribuir a las rentas familiares.

En 1957 se licenció con una tesina sobre la dimensión económica de la Constitución de 1857 que mereció una mención de excelencia académica, y ese mismo año contrajo matrimonio con Paloma Cordero Tapia, con la que formó un hogar bendecido con cinco vástagos. En 1959 comenzó a dar clases de Derecho Constitucional en la UNAM, donde se convirtió en una referencia lectiva como autor de un socorrido manual de estudios, y en 1960 se contrató de consultor de gestión financiera con el Banco central de México (Banxico).

En esta época en que se presentaba como una joven promesa, de la Madrid empezó a darse a conocer en los círculos de influencia políticos y a recibir el patrocinio de personalidades como José López Portillo, profesor suyo en la UNAM y entonces un dirigente medio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la formación que desde su fundación en 1929 ejercía una hegemonía política a todos los efectos monopólica sirviéndose de estructuras formalmente democráticas. En un sistema donde partido y Estado se imbricaban en un único andamiaje de poder, todavía claramente autoritario y luego ya más pragmático, no sólo estaba absolutamente vedada la alternancia política, sino que la mera competitividad electoral era más ficticia que real.

En 1963, siendo presidente de la República Adolfo López Mateos, de la Madrid se dio de alta en el PRI como mejor garantía de sus aspiraciones profesionales en la administración y las finanzas federales. En 1964 Banxico le otorgó una beca para cursar una maestría en Administración Pública en la Universidad de Harvard, donde tuvo como docentes a Kenneth Galbraith y otros prestigiosos economistas. De regreso a México en 1965, la administración de Gustavo Díaz Ordaz le reclutó para el Gobierno federal nombrándole directamente para el importante puesto de subdirector general de Crédito en la Secretaría (ministerio) de Hacienda.

En 1970, luego de tomar posesión de la Presidencia de la República Luis Echeverría Álvarez, de la Madrid fue transferido a la Subdirección de Finanzas del monopolio estatal de hidrocarburos, Petróleos Mexicanos (Pemex). En mayo de 1972 retornó a la Secretaría de Hacienda como director general de Crédito teniendo a López Portillo como superior.

En octubre de 1975, a la salida de López Portillo de la Secretaría de Hacienda tras ser designado candidato presidencial priísta y su sustitución por Mario Beteta, de la Madrid pasó a ocupar la Subsecretaria de Hacienda y Crédito Público del ministerio. López Portillo le ratificó en esta oficina luego de tomar posesión de la Presidencia en diciembre de 1976 y el 17 de mayo de 1979 le promocionó al más alto puesto de su carrera de técnico burócrata, la titularidad de la Secretaría de Programación y Presupuesto.

A su frente, de la Madrid impulsó el Plan Global de Desarrollo (PGD), dado a conocer en abril de 1980 y cuya meta tangible era obtener una tasa de crecimiento anual del 8% hasta el final del sexenio, si bien su filosofía subyacía en la planificación del crecimiento nacional a largo plazo, más allá de las fracturas sexenales. En todo este tiempo, el licenciado prestó labores de asesoría en numerosas comisiones técnicas relacionados con las exportaciones y las finanzas, y representó a México en el diálogo en los principales organismos financieros multilaterales, como el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.

Identificado en el ala liberal del PRI, el 25 de septiembre de 1981 de la Madrid fue destapado por López Portillo como candidato oficial a la Presidencia en las elecciones del 4 de julio de 1982. La elección de de la Madrid a través del procedimiento del dedazo entonces vigente -la designación exclusiva e inapelable del candidato a la sucesión por el mandatario saliente-, no fue bien recibida por elementos de la vieja guardia priísta bien aposentada en el aparato del partido. Guardando las formas colectivas, en la VI Convención Nacional del PRI, celebrada del 9 al 11 de octubre de 1981, de la Madrid fue proclamado candidato sobre las aspiraciones de dignatarios como Jorge de la Vega Domínguez, secretario de Comercio del Gobierno, y Javier García Paniagua, presidente saliente del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del partido.

Revelarse como en el tapado del presidente titular equivalía, en el México de aquellos años, a ganar las elecciones, pues el sistema brindaba los instrumentos de representación (limitada) y competencia (más limitada aún), pero, como se apuntó arriba, no permitía la alternancia. Así las cosas, de la Madrid se adjudicó la victoria con el 74,3% de los votos, nada menos que 13 millones de papeletas más que las obtenidas por el rival más adelantado, Pablo Emilio Madero, del conservador Partido de Acción Nacional (PAN). No obstante tratarse de unos resultados demoledores en cualquier otro país dotado de sistema más o menos competitivo, en México llamaron mucho la atención por tratarse del registro más bajo desde la elección de Adolfo Ruiz Cortines en 1952. Retrospectivamente, puede identificarse en los comicios de 1982 el comienzo del declive del PRI, el cual aún retendría el poder ejecutivo otros 18 años.

El 1 de diciembre de 1982 de la Madrid tomó posesión de su mandato en un momento de «emergencia» económica, según la expresión que él mismo empleó. El hundimiento en junio de 1981 de los precios internacionales del petróleo -con mucha diferencia, el primer producto de exportación de México- debido a una saturación de la oferta en los mercados, había repercutido inmediatamente en toda la estructura productiva y financiera nacional y reventado el engañoso auge desarrollista de los últimos años (merecedor en su momento del ditirambo de «milagro mexicano»), que basaba la industrialización en el endeudamiento. Para apagar la luz roja en todas las cuentas públicas, la escalada de los precios y la evaporación de las reservas de divisas, López Portillo había optado por ampliar el control estatal de la economía de modelo mixto mediante la nacionalización de la banca privada (1 de septiembre de 1982) y la implantación del control de cambios antes de fijar un tipo devaluado del peso.

Estas medidas no dieron los resultados apetecidos y López Portillo hubo de decretar la moratoria en el pago de la deuda exterior. Cuando la transferencia del mando a de la Madrid, el país se encontraba ya en recesión económica, la inflación rozaba el 100% anual, la deuda exterior sobrepasaba los 80.000 millones de dólares y el sistema financiero estaba en virtual bancarrota por la caída de los ingresos de exportación y la fuga de capitales. El flamante mandatario mantuvo de momento el intervencionismo financiero y monetario y anunció un plan anticrisis de diez puntos que incidía en la austeridad y la recuperación de la liquidez, y postergaba la recuperación de la inversión, el consumo y el crecimiento. En líneas generales, dicho plan consistió en recortes en el gasto público, inversiones selectivas en actividades productivas y creadoras de empleo, subidas de los tipos de interés con el objeto de atraer los capitales financieros, alzas impositivas y tarifarias, y eliminación de subvenciones de productos básicos de la cesta de la compra.

Sin embargo, por talante personal y por análisis de las problemáticas, la actuación de de la Madrid apuntó a discrepancias con algunos de los grandes rasgos de la etapa lopezportillista. Una temprana y vigorosa depreciación del peso con respecto al dólar se interpretó como el primer paso para el levantamiento del control de cambios en el mercado monetario, y el presidente, aunque aseguró que la nacionalización y la reestructuración del sistema bancario eran irreversibles, solicitó al Congreso la apertura al capital privado de un tercio de los activos de la veintena de entidades a que la reforma había conducido.

En añadidura, de la Madrid lanzó una campaña de moralización en la función pública que incluyó reformas legales para fiscalizar y perseguir a los administradores corruptos. También retomó el diálogo con los acreedores internacionales para reescalonar el servicio de la deuda y obtener un empréstito de 5.300 millones de dólares; a cambio, el Gobierno sistematizó sus medidas de ajuste con el denominado Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE), presentado en enero de 1983. La cascada de iniciativas presidenciales incluyó la promulgación, el 30 de mayo de 1983, del Plan Nacional de Desarrollo (PND), que, con el aval del FMI, sustituyó al PGD de 1980 y supuso una confirmación de la fe en las políticas estatistas y planificadoras como garantes del desarrollo a largo plazo.

Transcurrido el primer bienio del Gobierno, de la Madrid presentó un balance económico esperanzador en el que destacaban: la recuperación del crecimiento, un 3,6% del PIB frente al 4.2% de tasa negativa con que cerró 1983; la reducción del déficit de las finanzas del Estado del 16,9% al 8,6%; la duplicación de las reservas internacionales de divisas; un sensible recorte de la inflación hasta el 81% anual; y, el regreso de los superávits a las balanzas de cuentas corrientes y, tras muchos años de dominio de las importaciones sobre las exportaciones, comercial. Además, se había logrado renegociar la deuda en términos viables y el Estado había amortizado el crédito de urgencia concedido en diciembre de 1982 por el FMI.

Por otro lado, la campaña anticorrupción se cobró dos notorias víctimas. A la cabeza, Arturo Durazo Moreno, alias El Negro , el todopoderoso y gansteril jefe de Policía y Tránsito del Distrito Federal entre 1976 y 1982, amigo desde la infancia y hombre de confianza de López Portillo. Durazo vio el final de su imperio personal con el tránsito a la nueva administración y el 30 de junio de 1984 fue detenido en Puerto Rico por el FBI a requerimiento de las autoridades aztecas, que le procesaron por tráfico de drogas, tenencia de armas, extorsión, homicidio en múltiple grado y otros cargos de delitos cometidos durante el sexenio lopezportillista, en el que amasó con escandalosa impunidad una colosal fortuna; extraditado en 1986, El Negro recibió una condena de 16 años de prisión de los que cumplió seis.

El otro preboste de la etapa precedente caído en desgracia fue Jorge Díaz Serrano, el antiguo director de PEMEX destituido por López Portillo en 1981 por discrepancias sobre la política de precios del petróleo. Díaz fue desaforado como senador y terminó también en prisión por las ilegalidades cometidas en su gestión al frente del monopolio, entre las que destacó la venta de crudo en los años del boom petrolero en el mercado abierto de Amsterdam a un precio sustancialmente superior a las tarifas oficiales establecidas por la empresa; Díaz y sus colaboradores descontaron estas transacciones del balance oficial de cuentas y las divisas obtenidas habrían terminado en sus bolsillos.

Mientras la situación interior dejaba un relativo margen de respiro, de la Madrid se desenvolvió en la política exterior sobre la base de los principios tradicionales de la diplomacia mexicana, cuales eran la no injerencia en la soberanía nacional de los estados, la defensa de la libre determinación de los pueblos, la defensa de la democracia y el respeto de los Derechos Humanos, la confianza en la solución pacífica de los conflictos y la promoción de la cooperación entre las naciones en el sentido más amplio. Las administraciones de Echeverría y López Portillo habían jugado a fondo la independencia nacional en política exterior y la singular posición del país norteamericano, con estatuto de observador en el Movimiento de los No Alineados, había permitido a México explorar unos interesante cauces de diálogo entre el Norte y el Sur.

Con de la Madrid, se apreció una reducción del interés en el activismo internacionalista y tercermundista y una concentración del mismo en las problemáticas latinoamericanas, y más exactamente en los conflictos centroamericanos. Así, el presidente mexicano se convirtió en un actor clave del Grupo de Contadora, foro informal de concertación política creado el 9 de enero de 1983 en esta isla panameña por los cancilleres de México, Colombia, Venezuela y Panamá con el objetivo de promover una salida pacífica y negociada para los conflictos de Nicaragua, El Salvador y Guatemala a través de negociaciones multilaterales.

De la Madrid y sus colegas situaron los conflictos de la región en sus contextos autóctonos, caracterizados por las profundas contradicciones políticas, sociales y económicas, y rechazaron como simplista la visión de Estados Unidos, que los inscribía en la dialéctica global de la Guerra Fría y en el plano Este-Oeste; para la administración de Ronald Reagan, las guerrillas triunfantes en Nicaragua e insurgentes en El Salvador y Guatemala eran sobre todo expresiones del expansionismo comunista soviético en esta parte del mundo. Particularmente, Washington encontraba repudiable la actitud de México hacia el régimen sandinista de Managua, considerada complaciente, si no abiertamente amparadora, no obstante sus fuertes déficits democráticos.

Los trabajos del Grupo de Contadora resultaron instrumentales para el arranque, con los Acuerdos de Esquipulas II de agosto de 1987 sobre la base del proyecto de paz firme y duradera en Centroamérica elaborado por el presidente costarricense Óscar Arias, de procesos de paz civil y reconciliación nacional en todos los países citados en las postrimerías de la década de los ochenta.

Serias divergencias de criterio aparte, el caso es que la administración delamadridista desarrolló las relaciones bilaterales con Estados Unidos, a medida que los intercambios comerciales y la cooperación en diversos capítulos ganaban importancia. Como botón de muestra estuvieron las seis cumbres presidenciales celebradas por de la Madrid con Reagan a un lado y otro de la frontera. También se estrecharon las relaciones con España, país históricamente hermanado con el que la anterior administración había restablecido las relaciones diplomáticas coincidiendo con el regreso de la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco.

En añadidura, de la Madrid fue el anfitrión, el 29 de noviembre de 1987 en Acapulco, de la I Reunión de presidentes del Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación Política o Grupo de Río, que entonces recibía el nombre de Grupo de los Ocho y que provenía de la fusión en diciembre del año anterior del Gupo de Contadora y de su Grupo de Apoyo. Los ocho presidentes adoptaron el llamado Compromiso de Acapulco para la Paz, el Desarrollo y la Democracia, documento básico de este organismo, concebido como un foro regional de diálogo y concertación política y como el interlocutor autorizado de los países latinoamericanos frente a terceros países.

Los sacrificios económicos encajados por los mexicanos en 1983 y 1984, con una fuerte pérdida de poder adquisitivo, no fueron suficientes para conjurar un año infausto como 1985. La financiación de la siempre atosigadora deuda externa obligó al Estado a hacer fuertes emisiones de moneda que generaron inflación y la continuación de las penurias financieras situaron al PIRE en la picota. El deterioro se vio acelerado por la tendencia a la baja de las cotizaciones internacionales del petróleo, la debilidad también de los mercados de las materias primas no petroleras que México exportaba, y la carrera alcista del dólar.

En el ecuador de su mandato, de la Madrid, calificado a menudo de hombre gris y falto de visión, se sintió impulsado a adoptar otra hornada de medidas de inequívoco sabor liberal: nuevas y vigorosas podas de gastos y de personal en la vastísima administración federal; desaparición de departamentos y oficinas gubernamentales; clausura de fideicomisos; suspensión de proyectos de obras públicas; venta al capital privado de empresas no emblemáticas del Estado; remoción de barreras proteccionistas a las importaciones; más recortes en los programas y subsidios sociales; y, más alzas también en las tarifas de los servicios públicos.

El terrible terremoto del 19 de septiembre de 1985, además del balance luctuoso de vidas, cargó a las apuradas cuentas públicas los costos de la reconstrucción de las infraestructuras y prestaciones del devastado Distrito Federal. Eso sí, el PRI ganó con la contundencia habitual las elecciones del 7 de julio al Congreso y las asambleas de los estados, no sin recibir las impugnaciones de la oposición por el concurso de los mecanismos de fraude.

En 1986 retornó el saldo deficitario en las cuentas corrientes, las reservas de divisas descendieron a un nivel peligroso, el peso entró en caída libre con respecto al dólar y el crecimiento para el conjunto del año fue ampliamente negativo, del -3,8% del PIB. México experimentó por enésima vez las consecuencias de tener su estructura económica inscrita en el ciclo perverso del petróleo, que obligaba a endeudarse y a desequilibrar gravemente las balanzas de pagos y comercial para adquirir unos capitales y unas tecnologías de explotación de los que el país carecía.

A lo largo de 1987 el equipo presidencial dio pábulo al optimismo con la recuperación de las exportaciones no petroleras gracias al valor competitivo del peso y el sellado de importantes acuerdos crediticios con la banca internacional, a la vez que una recuperación del precio del barril de crudo, lo que llenó de golpe el agujero en las reservas de divisas y elevó su nivel hasta el valor histórico de los 15.000 millones de dólares.

El 5 de octubre de 1987 la Bolsa Mexicana de Valores (BMV) vivió una jornada de euforia, pero en el lapso de unas breves horas las dinámicas especulativas actuaron con crudeza y explotó un proceso incontrolado de ventas que hasta el día 28 hizo perder al parqué bursátil hasta el 50% de su volumen de capitalización. El desfondamiento, coincidente con el crack de la Bolsa de Nueva York, sólo pudo ser detenido con la urgente entrada en las operaciones de compra de la Nacional Financiera.

El 18 de noviembre el Gobierno dispuso una devaluación del peso del 55% y el tipo de cambio intervenido se fijó en las 2.278 unidades por dólar, haciéndolo coincidir con el tipo de cambio libre; al principio de sexenio, el peso se cambiaba a 150 dólares. De enero a diciembre de 1987, la moneda mexicana había perdido el 192% de su valor tras sucesivas depreciaciones y la inflación para los doce meses registró la tasa del 160%. En diciembre de 1988, la moneda mexicana iba a devaluarse en total un 3.270% desde diciembre de 1982.

Urgido por las circunstancias, el 15 de diciembre de 1987 de la Madrid suscribió un Pacto de Solidaridad Económica (PSE) con los actores sociales para consensuar las medidas de contingencia antiinflacionaria y repartir cargas de responsabilidad, pero el pujante sindicalismo independiente optó por las movilizaciones de protesta, asumiendo la portavocía de un profundo malestar social que se nutría tanto del interminable ajuste económico como de los excesos demagógicos de los responsables políticos, las endémicas redes de corrupción y clientelismo, la inepcia burocrática y, en definitiva, todos los vicios e inercias de un sistema que se mostraba al límite de su agotamiento tras más de medio siglo de vigencia.

De hecho, con de la Madrid se cerraba una época, pues el mandatario, a diferencia de sus predecesores, renunció a incrementar el presupuesto federal como fórmula para contener las presiones sociales; ahora, esas presiones, impelidas por el crecimiento demográfico, la industrialización, la urbanización y la mejora del nivel educativo, sumaban a las preocupaciones materiales de siempre unas exigencias sin precedentes de mayor apertura y pluralismo políticos, reflejando la emergencia de una sociedad más compleja y madura.

El hundimiento de la BMV se produjo un día antes de la designación por de la Madrid de su candidato para las elecciones de 1988. La codiciada distinción recayó en Carlos Salinas de Gortari , antiguo alumno suyo en la UNAM, protegido desde largo tiempo y factótum de la nueva política económica al frente de la Secretaría de Programación y Presupuesto, la misma que desocupó de la Madrid en 1982. No obstante estar bregado en las labores ideológicas del PRI, Salinas encarnaba a las nuevas generaciones de cuadros tecnocráticos pródigos en pragmatismo economicista.

El destape de Salinas suscitó profundos descontentos en la vieja guardia priísta por el perfil del interesado, y también, por el método utilizado, la oposición irreconciliable de un sector renovador capitaneado por Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, hijo del presidente Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940) y ex gobernador de Michoacán, y Porfirio Muñoz Ledó, ex presidente del CEN, el cual venía propugnando una profunda reforma interna en el partido que removiera sus estructuras autoritarias y le abriera a la sociedad civil. Cárdenas y Muñoz articularon la Corriente Democrática en el seno del PRI y cuando el primero lanzó su aspiración presidencial sin el beneplácito del aparato del partido fue (junio de 1987) formalmente apartado del mismo.

Con vistas a los comicios de 1988, el Gobierno de de la Madrid aprobó una serie de reformas institucionales y electorales por las que la Cámara de Diputados del Congreso fue aumentada de los 400 a los 500 miembros, y la cuota de elegibilidad por el sistema proporcional de los 100 a los 200. También, se introdujo la llamada «cláusula de gobernabilidad», según la cual, al partido que obtuviera la mayoría relativa de diputados elegidos por el sistema mayoritario y al menos el 35% del voto nacional se le asignaban automáticamente los escaños necesarios para alcanzar la mayoría absoluta. Una y otra reformas reforzaron las posibilidades electorales tanto del PRI como de los partidos minoritarios.

En un contexto económico ligeramente menos sombrío (la inflación había emprendido una senda descendente) que unos meses atrás, tuvieron lugar las esperadísimas y trascendentales elecciones generales del 6 de julio de 1988, en las que Salinas iba a batirse con Cárdenas, lanzado a la lid presidencial como candidato de la coalición de izquierda Frente Democrático Nacional (FDN). Pues bien: los comicios supusieron un enorme baldón en el historial de de la Madrid justo en la recta final de su mandato, ya que luego de cerrarse las urnas y de avanzarse excelentes resultados para Cárdenas, se produjo un incompresible y altamente sospechoso apagón en el sistema de computación del voto.

Tras una semana de caos y de trifulca política, el 13 de julio la Comisión Federal Electoral anunció que Salinas era el vencedor con el 50,4% de los votos frente al 31,1% de Cárdenas y el 17% del panista Jesús Clouthier del Rincón, unos resultados que hicieron poner el grito en el cielo a la oposición y que fueron tachados de fraudulentos por doquier. Esta amañada elección fue, a la postre, uno de los últimos reflujos antidemocráticos de un partido en decadencia, que en lo sucesivo ya no podría llamarse hegemónico sino más bien predominante o mayoritario. Entonces, lo que quedó certificado fue que de la Madrid, si acaso un líder de transición en la transformación económica de México, no había sido el introductor de la, para muchos, todavía más urgente reforma política.

Sin más novedad, el 1 de diciembre de 1988 de la Madrid traspasó el testigo a Salinas y, próximo a cumplir los 54 años, el abogado colimense se acogió al peculiar retiro de los ex presidentes mexicanos, que, era la tradición, adquirían una tácita intocabilidad frente a eventuales exigencias de cuentas por su gestión a cambio de una dedicación exclusiva a las actividades privadas y la no interferencia en la labor política de la administración entrante; ciertamente, en la década de los noventa se publicaron diversas informaciones periodísticas sobre la presunta tenencia por el ex presidente de depósitos en bancos de Suiza o Luxemburgo por valor de cientos de millones de dólares, si bien ello no ha dado lugar a investigaciones judiciales.

El ex presidente mexicano centró sus actividades en el Consejo Interacción, una organización animada por mandatarios retirados de todo el mundo y que elabora informes y estudios con finalidad asesora en diversas áreas de ámbito internacional.

De la Madrid presidió los grupos de expertos de alto nivel sobre Ecología y Economía Globales, y el de Balance y Perspectivas de los Progresos y Retos en América Latina, que publicaron sus respectivas conclusiones en febrero de 1990 y febrero de 1998.

Fue miembro del Consejo Internacional del Centro Shimon Peres por la Paz. Ya en su país, entre 1990 y 2000 fungió de director general del Fondo de Cultura Económica (FCE).

Falleció en la Ciudad de México a la edad de 77 años, el día 1° de abril del 2012, debido a un padecimiento crónico de enfisema pulmonar.