Revolución Francesa
A mediados del siglo XVII Francia era un reino poderoso gobernado por la dinastía borbónica. Luis XIV, conocido como el Rey Sol, ejerció un poder absoluto que se sintetizó en su lema “El Estado soy yo”. El poderío colonialista Francia rivalizaba con el de Inglaterra.
Los lujos de la dinastía borbónica y la nobleza alojada en el palacio de Versalles, los enormes gastos de guerra entre Francia e Inglaterra, los errores económicos y financieros de los ministros francés, el despotismo y la falta de libertades para el comercio, así como los impuestos, aduanas internas y los contrastes sociales entre una aristocracia versallesca y los sectores empobrecidos, como los campesinos de todas las provincias, los artesanos, comerciantes y los empleados, eran motivos de creciente malestar.
Durante el reinado de Luis ocurrió la Guerra de los Siete Años, que Francia y España perdieron con la consecuente ruina económica y la generalización de la pobreza, lo que despertó el rencor de las mayorías hacia el rey.
Para cuando el nuevo monarca francés, Luis XVI, arribó al poder en 1774, la situación era desastrosa. En 1788 se suscitaron las condiciones más adversas para el reino tras una severa sequía que acabó con la producción agrícola, causando desabasto, hambre y mayores pérdidas a los comerciantes.
En mayo de 1789 Luis XVI convocó a la reunión de los Estados Generales, ante los que Jacobo Necker, el ministro de Economía, trató de acordar el cobro de impuestos a las clases altas, el Clero y la nobleza. La reunión fracasó debido a la falta de unidad nacional y a la carencia de liderazgo del rey en medio de la crisis.
El Tercer Estado (Llano), integrado por las capas populares empobrecidas e impulsadas por la burguesía francesa, se proclamó como Asamblea Nacional, excluyendo al Primer Estado (Clero) y al Segundo Estado (aristocracia cortesana y feudal).
La Asamblea Nacional se asumió con la facultad legislativa y se abocó a la tarea de elaborar una constitución. El 14 de julio de 1789 la revolución Se desató con la toma de La Bastilla. Con la Declaración de Derechos del Hombre y del ciudadano en agosto de ese año, la Asamblea Nacional Constituyente decretó un régimen republicano basado en la soberanía popular y consagró las libertades civiles y los derechos naturales como la vida, la libertad y la propiedad.
También se estipuló la igualdad civil y se abolieron los privilegios feudales y clericales, a la vez que se permitía a Luis XVI continuar como rey al frente de una monarquía constitucional.
Conforme la revolución afectaba a los intereses de los sectores privilegiados, éstos se refugiaban en el extranjero y solicitaban ayuda de otros reinos para restaurar el antiguo régimen. En 1791 el propio rey y su familia quisieron escapar, sin éxito, de Francia, lo cual posteriormente aprovecharían los partidarios del radicalismo (jacobinos), dirigidos por Robespierre, para acusarlo de traición a la patria y responsabilizarlo de encauzar la primera coalición que Austria y Prusia preparaban contra Francia.
Como resultado de tales acusaciones Luis XVI fue condenado a morir en la guillotina a principios de 1793. Los jacobinos proclamaron la dictadura de Maximiliano de Robespierre ese mismo año y, mediante el régimen conocido como el Terror; sostuvieron la soberanía francesa ante enemigos y promotores de la intervención austriaca y prusiana.
Pero en julio de 1794 sobrevino la caída de Robespierre y el establecimiento en Francia del nuevo gobierno de la convención. En 1795 se fundó el Directorio con una nueva constitución.
Al final de la revolución Francia se convirtió en una república democrática, que le permitió salir de las antiguas prácticas absolutistas y fortalecer su economía. La revolución dejó como resultados la igualdad civil, la administración de las finanzas, la educación en manos del Estado, el desarrollo del comercio y la prosperidad industrial, que favorecieron sobre todo a una burguesía empresarial oligárquica a lo largo del siglo XIX.